lunes, 12 de septiembre de 2011

RELATOS PREMIADOS DEL DEP. DE LENGUA Y LITERATURA


LA ESPERA
                                                                                                         
                                                                                                                                                         Román García Valenciano (4º A)

Odiaba los aeropuertos, quizá por todas las horas baldías que tenía que pasar en ellos. La marea humana de toda aquella gente sin nombre me aturdía. Demasiados rostros, demasiadas esperas, demasiada soledad. Distraído, miré la pantalla, el anuncio del retraso de mi vuelo seguía parpadeando insistentemente. La verdad es que no me importaba mucho pues no tenía nada que hacer un sábado por la mañana, bueno, la verdad es que cualquier día a cualquier hora no tendría que hacer nada excepto trabajar y como por la defunción de mi hermano me habían dado el día libre para poder ir al entierro pues no tenía nada que hacer. Además tampoco estaría en un sitio muy diferente al que estaba si estuviera trabajando, básicamente igual pero a seiscientos kilómetros de distancia. 

Y aunque nadie me esperaba, lo cierto es que habría preferido ni desplazarme hasta Barcelona para ir a un entierro de un difunto con el que llevaba sin tener relación bastantes años, al que había ido gente que yo nunca había visto antes. Pero lo hice por mi madre, para no darle otro disgusto ni se sintiera mal por mi culpa. Tomé el primer vuelo en la primera línea de bajo coste que encontré en Internet y apenas sin darme cuenta me había plantado allí. Y también apenas sin darme cuenta estaba sentado en uno de esos bancos de los aeropuertos rodeado de gente que parecía muy feliz esperando a que saliera el maldito avión que tenía que tomar para regresar a Madrid.

A mi derecha estaba un grupo de unos treinta estudiantes. No paraban de reír, de hablar, de gritar. Tendrían unos catorce o quince años. Comían gran cantidad de golosinas, de dulces, bebían coca-colas y demás refrescos. Unos cuantos estaban sentados en el suelo formando un corro. Tenían las maletas cerca de ellos y todo el suelo lleno de bolsas. Por lo que hablaban pude deducir que eran recuerdos y ropa que se habían comprado. Yo estaba muy tranquilo escuchándolos, todo lo tranquilo que puede estar uno cuando el vuelo lleva una hora de retraso. De vez en cuando me reía y todo con las cosas que hablaban. Pero empezaron a sacar todos los artículos y a presumir de todo lo que se habían comprado, llevaban las bolsas porque no les cabían en la maleta y yo empecé a ponerme nervioso, a cabrearme. No era envidia, era un sentimiento un poco extraño que no puedo explicar. Yo les miraba y después miraba mi sucia chaqueta de traje tirada a mi lado.

Miré mi viejo reloj y comprobé que habían pasado quince minutos más. Ahora ya sí que estaba desesperado. Me estaba agobiando así que desabroché el botón superior de mi camisa.
De pronto noté un olor demasiado intenso a colonia. A mi izquierda se había sentado un matrimonio de unos setenta años. El olor venía de la mujer, ataviada con un abrigo de piel, numerosos collares y pulseras y un gran bolso con el broche dorado.
Harto de la situación decidí ir a tomarme un café a una pequeña cafetería a escasos quince metros de la puerta de embarque. Cogí mi sucia chaqueta, atravesé como pude las bolsas del grupo de estudiantes y llegué a la cafetería. Parecía acogedora para estar en un aeropuerto. Me senté en uno de los pocos taburetes que había libres en la barra. Rápidamente una amable joven de unos veinte años se acercó a preguntarme qué quería. Le pedí un café solo y me quedé mirando la televisión. Estaban las noticias. Al parecer había tenido lugar un accidente en Cáceres y habían muerto seis personas. Estaba atento escuchando al reportero que estaba en el lugar del accidente cuando la camarera me trajo el café. Apenas me di cuenta, me olvidé por un momento de dónde estaba, hasta que pasaron a otra noticia y volví a la realidad. Me bebí de un trago el café y miré por el cristal hacia la puerta de embarque. Aquello seguía igual que antes y como vi que en el asiento que yo había ocupado ahora se sentaba un hombre decidí quedarme en la cafetería. Llamé a la camarera y le pedí otro café solo, seguí viendo las noticias pero esta vez cuando regresó la camarera sí me di cuenta y le di las gracias. Cuando me acabé el café decidí volver a la puerta de embarque, llamé a la camarera y le pedí la cuenta. Saqué la cartera, pagué y salí de la cafetería.
Me volví a sentar en uno de los asientos. En frente tenía a una familia, el padre de unos treinta y pico años jugaba con un niño de apenas tres o cuatro y la madre hablaba por el móvil. Hablaba con su madre, pude saber que habían estado en Barcelona una semana de vacaciones en un hotel y llamaba a su madre para decirle que no les esperaran a comer porque todavía no habían embarcado. Al oír a la mujer recordé cual era mi situación: volvía a Madrid después del entierro de mi hermano y el avión llevaba más de una hora y media de retraso.
Pensé yo también en llamar a alguien no para decirle que no me esperara sino para proponerle cenar juntos y por lo menos hacer algo que me hiciera olvidar de lo bien que lo estaba pasando este día. Saqué mi móvil y busqué en la agenda a ver si veía algún nombre que me convenciera. Pensé en llamar a mi amigo Pedro pero tras pensarlo dos veces decidí que no ya que estaría con su familia y le pondría en un compromiso. Seguí bajando en la agenda del móvil y vi “Laura”, era mi hermana, ella había decidido no ir al entierro ya que, al igual que yo, llevaba muchos años sin hablarse con nuestro hermano. Llevaba como una semana sin hablar con ella y me pareció buena idea llamarla. La llamé y tras unos segundos de espera escuché su voz, le propuse mi plan y como ella no tenía nada mejor que hacer aceptó y acordamos que iría a su casa, cenaríamos cualquier cosa y nos contaríamos nuestras novedades. Tras un par de minutos de conversación nos despedimos y colgué. Guardé mi móvil y advertí que el niño que estaba con sus padres en los asientos frente a mí se me había quedado mirando mientras hablaba por el móvil. Me quedé mirándole y como no sabía qué hacer me levanté y fui a estirar las piernas. Miré de nuevo el panel donde se anunciaba mi vuelo y vi que seguía poniendo retrasado.
Desesperado fui otra vez a sentarme cuando anunciaron por megafonía que mi vuelo saldría en cinco minutos. Se dibujó una sonrisa en mi cara y me dirigí hacia la puerta de embarque. Ya se estaba formando una larga cola de estudiantes, familias, matrimonios de jubilados y demás personas.
Me puse a la cola y para mi satisfacción no era el último, había otras veinte personas detrás de mí.
Pasaron los cinco minutos y salieron unas azafatas que abrieron la puerta y se pusieron delante de ella. La cola iba avanzando lentamente. Al final llegué a la puerta le di mi billete a una de las azafatas, que me saludó con una sonrisa en la boca, me lo devolvió y atravesé al fin la puerta de embarque. Pasé por el largo pasillo hasta que llegué a la puerta del avión, busqué mi asiento, me senté y esperé a que despegásemos.

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