ATASCO EN LA M-30
Atasco en la
M-30: nubes grises y calor, mucho calor: verano. Miro al
coche que tengo al lado; un individuo apura un cigarrillo mientras escucho una
música estridente. Vuelve la cabeza, me mira, y en ese instante intuyo que el
día no va a acabar bien.
El bochorno se cierne sobre mí. Me inunda y solo consigue
que mi calma vaya desapareciendo. El hombre baja la ventanilla y tira el
cigarro mientras sus ojos se clavan en los míos produciéndome más y más
inquietud. No llego a ver su matrícula porque estamos puerta con puerta, aunque
tengo verdadera curiosidad porque ese hombre me infunde mucha desconfianza.
Me sonríe enseñándome unos horrorosos dientes amarillentos,
seguramente a causa del tabaco.
Estamos parados, y siento, incluso sin mirarle, como me
observa descaradamente. Mi primer impulso es abrir la puerta. Acerco la mano
hacia el tirador, solo quiero salir corriendo.
A veces, cuando noto que la gente está pendiente de mi,
necesito salir corriendo y alejarme lo más posible de todo. Y ahora mi corazón
se encoge en mi pecho.
Miro de reojo al hombre, creo que también ha rodeado el
tirador de su puerta con los dedos. Quiere hacerme algo, lo sé. Pero si salgo
corriendo seguro que me alcanza. Aún así me parece la mejor opción.
Agarro el móvil que está en el asiento del copiloto. Sólo
tengo grabados los números de emergencia, el mundo es demasiado peligroso y
necesito poder llegar hacia esos contactos lo más rápido posible.
Definitivamente suena el “clic”, la puerta de mi coche está
abierta. ¿Me atrevo a salir huyendo? He de hacerlo, tengo miedo.
Estoy fuera, corriendo entre coche y coche. He salido de mi
banda sonora de Psicosis, 1960, dirigida por Alfred Hitchock, basada en la
novela de Robert Bloch, producida por el mismo director y protagonizada por
Anthony Perkins, adentrándome en los horribles pitidos de los coches y los
gritos de conductores furiosos.
Me gritan a mí, su ira les corroe. Soy la causante de sus
nervios, lo intuyo. Están conspirando, insultándome. Debería detenerme y
pedirles perdón. Pero aunque no me he dado la vuelta, sé que aquel hombre del
cigarrillo me persigue, y no puedo arriesgarme a parar.
Se me ha caído un zapato. No importa, tiro el otro también y
así puedo correr más rápido.
Siento ese pequeño tic que me da cuando estoy nerviosa.
Parpadeo rápidamente porque mi ceja no deja de levantarse por culpa de esos
pequeños espasmos.
Hay un coche gris, matrícula 9841 AMF. Ya no hay tiempo,
tengo que darle esquinazo. Salto al capó y formo una pequeña abolladura. Caigo
rodando al arcén. Me oculto tras unos setos. Estoy escondiéndome como en una
trinchera, pues lo más seguro es que ese hombre vaya armado hasta los dientes.
Mi móvil vibra. Debo haber pulsado algún botón, los nervios
más el calor pueden haberme hecho que me temblaran los dedos. Vuelve a vibrar.
“Llamada entrante” dice.
-¡No sé quién eres! –Grito pegándome el pequeño aparato
-¡Déjame en paz! Llevas toda la mañana siguiéndome, pegado a mí. Pero te he
calado. ¿Eres un terrorista? ¿Tienes alguna bomba? –Estoy desesperada, ese
hombre está loco- ¿Qué quieres? ¿Quién te ha dado mi número?
Suena la voz de una mujer:
-Lo siento mucho. Mire, llamábamos desde una compañía de
teléfonos y nos habría gustado poder hablar con el titular. –Esa voz de mujer
es patética, sin duda es el tipo del cigarrillo impostándola. –Pero veo que le
pillamos en un mal momento.
-¡No finjas, canalla! –Le espeto -¿De qué me conoces?
¡Habla!
-Señora tranquilícese. –dice cuidando minuciosamente sus
palabras, cree que no lo he descubierto –Aquí en las oficinas tenemos un
ordenador con todos los números de teléfono. Solo queríamos saber si está
dispuesta a cambiarse de compañía. Ofrecemos múltiples servicios pagando apenas
un euro más. Verá, mi trabajo consiste en llamar y explicar las ventajas que
puede adquirir si se une a nuestra compañía por la que ya apuestan más de tres
millones de personas en todo el mundo.
-Estás enfermo. –El cielo se está oscureciendo aún más, es
como si ya todo lo controlase él. Levanto un poco la cabeza desde mi escondite
y le veo allí, en su coche, con la mirada fija en el mío. Las lágrimas empiezan
a caerme, tengo tanto miedo… Mi cara parece enrojecerse -¿Por qué me odias?
–Varios conductores más me están mirando en estos instantes -Ahora todos estáis
en contra mi…
La llamada se ha cortado. Me ha colgado. Y mi mano acaba de
rozar la chaqueta. Hay algo dentro. Sí, sin duda está ahí.
Pocas veces lo he utilizado, pero siempre fue en defensa
propia. Una vez fue a Ramona Ramos; aquella terapeuta que decía que podía
ayudarme. Me abrió un expediente en el que ponía mi nombre y debajo: “maniaca-depresiva,
obsesa-compulsiva. Esperando tratamiento.” ¿Ayuda? ¡Quería encerrarme! Nunca lo
dijo abiertamente, pero pensaba que yo estaba loca…
Otra fue en el instituto, a Sergio Serrano. Mi compañero de
mesa. Le demostré mi amor: cada día iba a su casa y esperaba allí sentada a que
volviese de sus actividades extraescolares. Lloviese o nevase, yo esperaba a
que llegase, sentada en un bordillo. Necesitaba saber que había llegado bien a
su casa. Incluso dejé de lado mis clases de natación para poder hacer tiempo
frente a su portal. Pero María Martín fue la que le comió el coco. Una tarde
llegaron juntos y vi como Sergio la besaba.
Cuando le expliqué que durante seis meses, todos los días
había ido a su edificio, había tomado fotos desde todos los ángulos y todo por
amor, me llamó “loca”. Sin duda se lo merecía.
Y el hombre del coche es el siguiente.
La empuño, me acercó lentamente a su coche. Veo su capó y
hago un movimiento para que salga del coche.
Tiene las manos en alto. Farsante… esconde otra por alguna
parte.
-Saca el arma y déjala en el suelo –No me obedece.
Simplemente balbucea. Pero va a apuntarme con ella tarde o temprano.
El sonido de los coches me mata, el calor sigue cayendo
sobre mí y yo sé que, como ya está cargada, solo tengo que apretar el gatillo y
este sufrimiento acabará.
Hay gente que sale de sus coches, doy una vuelta con la
pistola entre las manos y se alejan. O todos son secuaces suyos o no entienden
que ese hombre supone un peligro para todos.
Lo hago rápido. ¡Pum! Cae al suelo y la sangre se esparce.
Pero por fin estoy tranquila, pues la sangre es la de un malhechor.
Respiro aliviada, todo ha terminado. Mi mano vuelve al
tirador de la puerta de mi coche. Abro, me siento. El atasco ya no es tan
grande. Se oyen sirenas a lo lejos. Bien, se llevarán el cadáver. Arranco, piso
el acelerador. Me siento orgullosa, la gente me mira. Se sienten aliviados
porque ese hombre no volverá a apurar un cigarro.
Vuelvo a casa.
Atasco en la
M-30: nubes grises y calor, mucho calor: verano. Miro al
coche que tengo al lado; una mujer enciende la emisora de radio y mira al niño
que lleva detrás mientras escucho una música estridente. El niño vuelve la
cabeza, me mira, y en ese instante intuyo que el día no va a acabar bien.
Fin
Aurora Merino